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Unidad Académica de Derecho. Foto: Abigail Gaytán |
Reconocimiento
Lic. Jorge Alberto Pérez Pinto
Docente de la Unidad Académica de
Derecho
Universidad Autónoma de Zacatecas
Zacatecas, Zac., a 11 de septiembre
de 2025
El
día de ayer ocurrió una tragedia en Iztapalapa, alcaldía de la Ciudad de
México. El conductor de una pipa cargada con miles de litros de gas perdió el
control del vehículo, volcó, el gas escapó y casi de inmediato sobrevino una
enorme explosión que alcanzó personas, vehículos, viviendas y comercios.
El
saldo conocido hasta el momento de escribir estas líneas es de seis personas
muertas y ochenta y seis heridas, algunas de ellas reportadas como muy graves.
Me
enteré del hecho y de sus consecuencias a través del noticiero “En Punto” de
Televisa y las imágenes transmitidas me impactaron en dos sentidos:
1. La magnitud del resultado del hecho
de tránsito y la posterior explosión. No es fácil contemplar la muerte
prematura de un semejante y menos cuando es resultado del fuego, ¿será un miedo
inculcado por la amenaza de ir al infierno o al purgatorio al pasar a la otra
vida?, no lo sé, lo cierto es que me impacta.
2. La respuesta inmediata de
transeúntes y vecinos para ayudar, con cualquier medio a la mano a sus
semejantes, a desconocidos en desgracia y, para tratar de apagar el fuego y así
impedir mayores males.
Este
último me llevó a un viaje en el tiempo, a experiencias, pocas, vividas en esa
gran ciudad y a la transformación de una opinión en una certeza o, mejor
expresado, a la confirmación de una certeza.
Me
explico.
Soy
originario del Estado de Zacatecas, México, y de niño viajé a la ahora Ciudad
de México con mis padres. Me impresionó desde luego el tamaño, enorme para los
parámetros de un oriundo de una ciudad, de un Estado con poca población y
ciudades acordes a ella; la pérdida de identidad, no conozco a nadie y nadie me
conoce, el intenso tráfico diurno de todo tipo de vehículos, el equipamiento
urbano, el triste ulular de las sirenas de los vehículos de emergencia en el
silencio de la madrugada y un largo etcétera.
Desde
entonces comencé a pensar cómo sería la vida de las personas en esa ciudad y
cuál sería su reacción frente a los desafíos que les planteaban las distancias,
la contaminación, la falta de servicios evidente en varias zonas, el transporte
público deficiente, atestado, peligroso, pero, sobre todo, el cómo
reaccionarían: ¿ante la pérdida de identidad no tendrían interés en los demás?,
por las horas perdidas en traslados ¿se comportarían de forma grosera,
agresiva, con los demás?
Tuve
una primera respuesta el 19 de septiembre de 1985, cuando ocurre un sismo de
magnitud 8.1, que prácticamente destruyó la ciudad y causó miles de muertes.
Esas personas, esos habitantes de la ciudad, se encargaron de remover
escombros, rescatar heridos o cuerpos, trasladarlos, en suma, atender la
emergencia ante la ausencia del Estado que en ese entonces no contaba con
instituciones civiles para enfrentar desastres.
Lustros
después, ahora el 7 de septiembre de 2017, ocurre un nuevo sismo de magnitud 8.2
y de nuevo los vecinos acudieron en los momentos posteriores a realizar el
mismo apoyo que en el caso anterior, a la llegada de las instituciones civiles
y militares con que ya se contaba para esos eventos, no se retiraron, siguieron
apoyando con su esfuerzo físico, llevando alimentos y agua a los rescatistas,
guardando silencio cuando era necesario.
A
la fecha y ante la volcadura y posterior explosión de la pipa cargada de gas,
las imágenes transmitidas en el noticiero mostraron otra vez la empatía, la
solidaridad de los vecinos: cadenas humanas pasando de mano en mano baldes con
agua para tratar de apagar el incendio tanto de la pipa como de los vehículos
que transitaban por el lugar y que fueron alcanzados por el fuego, personas
excavando con sus manos en las áreas verdes para extraer tierra, colocarla en
sábanas y con ese elemento correr a tratar de apagar fuegos, y, quien al
momento de la explosión cubrió con su cuerpo a un ser querido.
Llegaron
los cuerpos de emergencia y de auxilio, pero en esos primeros momentos de
desgracia, ahí estuvieron vecinos y quienes circulaban por el lugar, para
ayudar, para consolar, para albergar a quienes resultaron lesionados.
Todavía
no encuentro el sentimiento que me provocó el dicho de una vecina que ayudó a
varias personas lesionadas, a una de ellas la introdujo a su domicilio “porque
estaba desnuda”; la empatía, la solidaridad, sí, pero también la decencia.
Este
es un reconocimiento a los habitantes de esa ciudad, decirles que lo que
ocurrió ayer, su actitud valerosa y desinteresada, lo que dice de ellos, me
provocó una profunda emoción al grado que al comentarlo con mi esposita se me
quebró la voz y las lágrimas se asomaron a mis ojos.
En
este tiempo que nos hemos llenado de banalidades, tiempo en que llamamos héroes
a cualquier persona, hasta a animales, tal vez debemos repensar, ante la luz de
lo que hicieron y hacen esos ciudadanos, en el significado de las palabras,
héroe, una palabra gastada que debemos revalorar para poder utilizarla sin que
suene hueca.
Para
poder decir “ellos son héroes” y que todos entendamos que nos referimos a
personas que, sin la preparación necesaria, sin medios adecuados, asumiendo
riesgos, acuden de forma desinteresada en auxilio de otros, familiares, amigos
o, mayormente, desconocidos.
Mientras
recobramos el valor de la palabra, un emocionado reconocimiento para ellos.
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